Uriel Flores Aguayo
Toda la vida hemos escuchado de las aspiraciones, luchas, proyectos y campañas de cambios; así, en general, sin definir su significado y alcance. Siempre se habla de cambio entre los más diversos actores políticos y ciudadanos, sobre todo en las campañas electorales. Para todo se alude al cambio. Los aspirantes a cargos prometen cambio, los que ya los ocupan dicen que lo están haciendo. El caso es que el cambio es la esencia del discurso que sirve para ofrecer alguna alternativa o para afirmar que ya es una realidad. Incluso, la construcción de unas banquetas son presentadas como la llegada del cambio. Los gobernantes, más ahora, montan sus mensajes en la comparación con sus antecesores para reafirmar que son la encarnación de el cambio. Casi nunca estamos ante cambios sustanciales que no sean de nombres y colores, como ahora. No se acercan siquiera a una claridad conceptual, ya de hechos y procesos ni hablar. Tanto se ha manoseado la palabra cambio que ha terminado por vaciarse de contenido, volviéndose un lugar común asociado a la retórica y a la demagogia.
En la reproducción del viejo sistema político, con las mismas prácticas de siempre, las añejas, sin resultados concretos, con abusos de poder, con un discurso limitado y hueco, nadando en el desaliento de sus apoyadores iniciales, cobijados por una mezcla letal e inmoral de cinismo y pragmatismo, solo les queda el rollo, la simulación y un curioso y vacío delirio de grandeza. Desde su burbuja hablan de estar en una causa heroica, en algo grandioso, en una transformación profunda y justiciera. Eso los justifica internamente, les da pretextos para hacer lo que quieran a nombre de un futuro luminoso. El discurso que acompaña sus actos típicos es una mezcla de propaganda, inicios de doctrina y mero cantinfleo. Es un lenguaje exclusivo y simulador. Su regla de oro es negar los problemas y a la realidad, también huir a las evidencias, los datos y la crítica.
Si somos sensatos, acudimos al sentido común, vivimos u observamos la realidad y hojeamos el diccionario tenemos que concluir que no estamos ante un cambio real en sentido general. Hay algunas novedades y modificaciones que se tienen que reconocer en la conducción política del país, que no llegan a VERACRUZ, por cierto. Pero un cambio sustancial en lo político, económico y social simplemente sigue siendo una asignatura pendiente y un sueño. Las preguntas elementales que se deben formular para establecer conclusiones se tienen que referir a nuestra situación económica, en cuanto a superación gradual de la pobreza y los empleos de calidad, a la cuestión social respecto a los niveles de seguridad, salud y educación, así como a los avances democráticos, enfocándonos en elecciones libres, libertad de expresión, división de poderes, respeto a los derechos humanos y Estado de derecho. Esos son los elementos fundamentales para afirmar o no que algo está cambiando para bien y en profundidad. Soy pesimista respecto a la realidad del cambio. Claro que comparar lo poco o mucho que se hace con el pasado inmediato de la presidencia de Peña Nieto, un periodo ultra corrupto y frívolo, hace ver como gigante a cualquiera.
Aun así hay lecciones en la etapa política que vivimos, para extraer el aprendizaje que nos aliente a seguir luchando por nuestros sueños, por un México y Veracruz honestos, justos, de orgullo y seguros. Los verdaderos protagonistas de los cambios somos la ciudadanía organizada. Lo somos en lo pequeño, en los detalles y en lo cotidiano. En la medida de que nos involucremos, que estemos informados, que apostemos a nosotros mismos y sigamos en el camino del compromiso y la participación pública, seremos factor de cambios. Ningún partido o personaje está por encima de la ciudadanía. Es cuestión de cobrar conciencia de nuestro valor y de nuestra fuerza.
Recadito: termina esta administración municipal sin pena ni gloria. ufa.1959@gmail.com