Uriel Flores Aguayo
Predomina en la conversación pública el tema de la reforma electoral propuesta por el Presidente López Obrador. Es claramente controversial y recoge opiniones abiertamente opuestas. En pocos temas es tan nítida la diferencia de posturas, como la luz y la oscuridad. Normalmente las reformas anteriores provenían de las oposiciones y se fundaban en el consenso; se hacían después de las elecciones como reacción a errores, dolos y fallas en los procesos anteriores. Básicamente se logró contar con autoridades electorales autónomas, es decir, que las elecciones no fueran organizadas por el Gobierno como juez y parte. En los tiempos del partido de Estado o hegemónico no había credencial con fotografía, padrón confiable, ciudadanos a cargo de las casillas, control de financiamiento ni servicio electoral de carácter permanente y profesional. Lograr elecciones libres, donde contaran los votos y hubiera equidad entre los competidores nos llevó décadas de lucha ciudadana. Ya lo tenemos, no debe tocarse. Hay cambios y mejoras que hacer, sin duda, pero lo que se haga debe dejar intacta la autonomía del INE; no tirar de la bañera el agua sucia con todo y el bebé.
En el proyecto de reforma a consideración hay algunos aspectos a destacar. Se sostiene en dos argumentos fundamentales: ahorros económicos y elección popular. Es cierto que nuestro sistema electoral es muy caro, como cierto es que todo eso tiene su historia en la desconfianza y los fraudes del pasado. Para lograr un sistema creíble hubo que agregar candados y funciones institucionales que resultan costosas. Sería saludable empezar a considerar una reducción sustanciosa a lo que nos cuestan los partidos políticos y las elecciones. Sin embargo, esa justificación para la reforma es débil o falsa. No pueden querer ahorrar los que gastan tanto dinero en consultas sin sentido y en ultra adelantadas campañas electorales. Son muchos millones, que huelen a corrupción, los que se están empleando en la promoción de la señora Claudia, la corcholata preferida. Se ve, entonces, que no es genuino el argumento de la austeridad para proponer la reforma. Como toda reforma que se guía por el interés de una sola persona o un grupo, no por impulsos sociales y demandas democráticas, su esencia se envuelve con planteamientos menores y uno que otro novedoso. Esa esencia es la autonomía del INE y del TEPJF. Se pretende nombrar a los consejeros y magistrados con el voto popular. Dicen que esa forma es más democrática, que sería el pueblo quien los elegirá. El problema empieza por la naturaleza de esos cargos que es fundamentalmente técnico y requiere sólidos conocimientos. Los consejeros y magistrados no son representantes populares. Su actual designación es a través del poder legislativo mediante rigurosos procedimientos. El voto popular politizaría y haría abiertamente partidistas a esos cargos. Los aspirantes tendrían que hacer campaña apoyados por partidos e invertir mucho dinero. No hay funcionalidad ni corresponden esos cargos con una elección popular. Hay ejemplos de elección con voto individual y directo que han terminado en desastres y degradación como ha ocurrido con algunas Universidades públicas. El nombramiento de consejeros y magistrados no se aparta de las normas democráticas pues son resultado de intervención de órganos de Estado. Son parte de las instituciones de nuestra democracia representativa. Cuando se habla de que sea directa no es posible aplicarla a todo, tal vez en consultas si son necesarias y serias. Aquí también hay simulación de los promotores de la Reforma. Quieren elegir con el voto popular a los consejeros y magistrados, pero ellos designan por encuestas a sus dirigentes y candidatos. Así lo han anunciado para nombrar a su candidatura presidencial. Hay una obvia contradicción entre los supuestos afanes democráticos de su reforma y la práctica política que les es actual y común. Sería un brutal retroceso que cargos tan especializados como los del INE y el TEPJF se sometieran al voto popular; no corresponde su naturaleza y función con la simpatía popular. Ya hemos visto los ejercicios demagógicos, simuladores, de acarreo y corrupción con las inútiles consultas que se hicieron este año. Con eso basta. Lo que funciona no se debe tocar. El INE tiene que seguir siendo autónomo. Ojalá, ahora si, lo que queda de libertad, conciencia y dignidad de los que dijeron que soñaban con cambios y forman parte del grupo en el poder, se exprese y guarde distancia con las regresiones a que estamos expuestos.
Recadito: hay que buscar algún espacio para colocar algún papel que se refiera a las tonterías más grandes del mundo.