Una crónica en Tlacotalpan. Hace años, cuando llegaron las lluvias y las inundaciones. Recordando mí caminar. Camelot.
Gilberto Haaz DIez
EN TLACOTALPAN
“Yo no me voy, me quedo con mi familia, esta pinche agüita ya me hartó”, decía un lugareño al pie de la carretera de la entrada a Tlacotalpan. Aguardaba con los suyos: dos hijos, una niña de unos 9 años y otro varón de 7. Su esposa, acomodaba las sillas para descansar a las orillas, mientras la corriente comenzaba a desbordar el camino y brincaba de un lado a otro, como saltador de garrocha profesional. Son las historias de las familias a quienes las lluvias y las aperturas de las presas tienen con agua constante y con el Jesús en la boca. No hay miedo, en su mirada no se refleja ese miedo que a veces ataranta. Voy por la carretera 180, la muy antigua. Se había anunciado un desalojo total del pueblo, un éxodo, y había que constatar aquello.
Pego el ojo a la ventanilla del auto y veo la inmensidad de esos verdes ahora mojados, campos que servirán para que el ganado paste a lo muy buey, y que las tierras sean fértiles y aguanten varias cosechas de años, las que son de temporal. Varias lagunas a los lados. “Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo graznidos”, como relato de Juan Rulfo en Pedro Páramo. Cruzo el pueblo llamado Salinas, no es por el nombre del villano favorito, no, el pueblo, me dice un viejo que allí ha vivido toda su vida, lega el nombre porque en tiempos pretéritos, cuando el dinosaurio vivía, allí había una salinera. Es famoso el pueblo porque al pie del camino venden los famosísimos tamales de elote, los de carne y los bollitos.
Paso el puente de Alvarado, uno de paga que ha servido para que la Federación, por un acuerdo de la Ley de Coordinación Fiscal, otorgue unos diez millones de pesos anuales al Ayuntamiento alvaradeño. A la altura del puente, el río Papaloapan se ve bello, imponente, hermoso, el agua va como Fittipaldi en sus buenos tiempos, a toda velocidad, arrastra todo: árboles y matorrales, allí medimos su velocidad. Tomo unas fotos. Por poco chocamos, un güey despistado por poquito nos da alcance, se arriesga la vida.
La entrada a Tlacotalpan registra lo que vendrá mas tarde. El agua comienza a desbordar el paso vehicular. Hagan de cuenta que se está en un safari africano, pero con agua. Unos muchachos jalan sus redes, sacan el camarón negro, el de río, y lo ofertan a los pocos que allí circulamos, debe ser de ese camarón que se duerme y se lo lleva la corriente, según lema de las abuelitas. Había que apurarse, porque las presas Cerro de Oro y Temascal desfogan desde la noche anterior, so pena de que se cerraran los caminos y quedar atrapados. Se abrieron las compuertas porque el agua llegó al límite del techo. Poco adelante de la última caseta, los camiones aguardan a trasladar a los últimos pasajeros. Una niña dormita en su inocencia en una camioneta pequeña de redilas. Su estampa conmueve. Hay gente de Protección Civil y de Seguridad del gobierno de Veracruz. Marinos en sus camiones. El Ejército, sin faltar a la cita. Llegamos hasta donde se pudo. El pueblo vuelve a recibir las aguas que todo apabullan. Un borde tipo barrera, que se creó hace poco, ha atajado el vaivén de estas olas y mantiene plásticos al pie para evitar el socavamiento de la tierra, eso ha evitado que llegue el agua como les llegó la primera vez.