Y la muerte pisó su huerto, y la música entristeció. Camelot.
Gilberto Haaz Diez
LA MUERTE DE PABLO MILANES
Murió Pablo Milanés, en Madrid, donde se había refugiado a curarse una enfermedad. A su muerte, el mundo de la trova cubana y de la música, comenzó a llorarle. Era un anticastrista de primera. Como muchos cubanos en el exilio, no pudo regresar a su amada Cuba. Era tanta su figura y su nombre, que hasta el dictadorzuelo Diaz-Canel tuvo que expresar su pésame. El diario El País y El Mundo de España lo despidieron como: “El poeta de la revolución que rompió con Fidel Castro, Raúl y sus sucesores”. Y su hija, Haydeé, en su tuiter, expresó: “No tengo palabras para agradecerles los bellos y sinceros gestos de amor hacia mi padre. A todo su pueblo y a su gente que hoy le llora, quiero decirles que todo el amor que sienten por él, es el mismo amor que él sentía por ustedes”.
Y por su muerte, me acordé cuando anduve en La Habana.
LA HABANA DE TODOS
Rememoro un viaje que hice en 2009 a La Habana. Vía Cancún por Aeroméxico. Cuando el presidente JFK les decretó el boicot, que les prohibía comerciar todo, mandó llamar a su jefe de Prensa, Pierre Salinger, le pidió consiguiera mil puros cubanos marca Upmann, no fumaba los Cohiba, y cuando los tuvo en su poder firmó la Enmienda del bloqueo. Desde ese día hasta la fecha el reloj cubano se detuvo en 1959. Esa hora no caminó más. La ciudad es un escenario de autos de colección, de aquellos años. De aquellas historias. Viven con sus carencias, muy a su manera. Con un pinchón periódico diario llamado Granma, unas hojitas parroquiales que sirven para que Fidel tire sus rollos, o los tiraba cuando no convalecía. Hice lo que pude, en la semana que por allí anduve y andé. Conocí de sus carencias, de sus necesidades, de los viejos, su patriotismo, su amor a Fidel, y de los jóvenes viendo al horizonte, a esas 90 millas que los separa de Miami, su otra patria americana, donde la prosperidad es única y donde muchos de ellos deambulan por la calle llamada La pequeña Habana, sitio donde los viejos se van a oír a Celia Cruz y a Beny Moré, y a llorar sus ausencias, a quejarse por no haber olido de nuevo el olor a esa tierra cubana, que los vio nacer. A jugar el dominó entre ellos, ahorcándose la mula de seises y maldiciendo el pasado. Me hospedé en uno de los hoteles españoles, Meliá. Operado por los cubanos, sucios porque ellos no tienen la parafernalia de la operatividad de esos servicios. Fui a sus bares a escuchar su música de Celio González y Bienvenido Granda. Al legendario hotel El Nacional. Recorrí la Finca Vigía, donde el Nobel Ernest Hemingway escribió El viejo y el mar, su novela del pescador Santiago: “Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos, en ellos resplandecía un brillo de resistencia y desafío”. Allí, en su alberca, decía a sus amigos: “Toca el agua, para que sientas la piel desnuda de Ava Gardner”, donde ella, llamada ‘el animal más bello del mundo’, nadaba desnuda en ese calor cubano, acariciada por el torero Luis Miguel Dominguín. Las historias sobre lo que el torero dijo de la primera noche que pasó con la actriz, van desde lo literario a lo dantesco. “¿A dónde vas?”, dijo ella al verle salir de la cama. “A contarlo”, replicó él. Me fui al Tropicana, a ver a las bellas bailarinas, tomé y compré su ron. Invité a un médico que allí radica a comer en El Templete, un restaurante que fue, en aquellos años de Fidel, propiedad de unos familiares de mi esposa, que salieron huyendo de los barbudos. Al llamarle, modesto me dijo si podía llevar a su esposa y a un hijo de 21 años. Le dije que a quienes quisiera. Tuvo que pedir un auto viejo prestado, la Revolución no alcanza para todos. Ese médico, que ha salido de Cuba y da conferencias en el mundo, como ejemplo estuvo en Las Vegas, me dijo que no puede salir con su hijo. El hijo siempre se queda de prenda, de rehén, porque allí es médico pobre, ni tiene auto y debe tener casa modesta. Otra, al chofer que contraté de guía le invitaba a desayunar diario en ese bufete hotelero. La primera vez que entró y vio la pila de jamón en la mesa, me dijo si lo podía comer. Come el que quieras, nomás no te me enfermes. Como Macario y su guajolote, la novela de Bruno Traven actuada por Ignacio López Tarso, cuando el pobre Macario muere de congestión por ese guajolote, que no quiso compartir. Habría que hacer un libro de esas vivencias. El espacio no alcanza para poder platicar todo lo vivido. Cierta vez, por el malecón le pedí a Ciro, el taxista, se detuviera porque un instructor tenía a unos pequeños enseñándoles en el béisbol, donde son y serán grandes. Quise ver cómo los entrenaban, desde edad pequeña les invierten. Una vez un equipo amateur cubano llegó a Chicago a jugar contra uno de las grandes ligas, les metieron los cubanos 11-0, caminando, sin esforzarse. La Habana y Cuba, como pensaba Pablo Milanés, algún día serán libres. Vendrán nuevos vientos. Soplarán nuevas libertades. Las nuevas alamedas se abrirán para que camine el hombre libre, por parafrasear a Salvador Allende. Podrán salir y entrar a su gusto y conveniencia, en libertad. Para asegurar lo que dijo el poeta Pablo Neruda: “Podrán cortar todas las flores, pero no detendrán la primavera”.