Acertijos

Gilberto Haaz Opinión

*De Groucho Marx: “Fuera del perro, un libro es probablemente el mejor amigo del hombre, y dentro del perro probablemente está demasiado oscuro para leer”. Camelot.

Gilberto Haaz Diez

LAS GRANDES LIBRERÍAS

Rememoraba el otro día en mi coco, las ocasiones que he visitado librerías en México y el mundo. En Ciudad de México he ido a algunas que son bellísimas, quitando las de Porrúa fui al Péndulo, bella y hermosa. Cuando caminaba por el mundo, ahora no he podido porque el Covid nos tiene apanicados y apretando aquellito, me acuerdo que un día buscaba un libro difícil de encontrar. Un amigo de Córdoba, viejo periodista ya fallecido me pidió, cuando pudiera, le comprara una copia de un libro muy difícil de encontrar, Los idus de marzo del gran Thornton Wilder. Me encontré en mi caminar una pequeña librería llamada El Aleph, en homenaje al gran Borges, en la madrileña calle Ferráz. Compré dos, uno le regalé y el otro lo guardo como un tesoro, y de vez en cuando lo releo. Es la historia del crimen de Julio Cesar, y quería comentar algo, pero quien mejor que García Márquez, para que él lo explique con su sabiduría:

“He vuelto a leer esta semana Los idus de marzo, la hermosa novela de Thornton Wilder que leí por primera vez hace unos veinticinco años en una traducción apresurada, y que he releído muchas veces desde entonces con el primer placer. Cuando estaba escribiendo El otoño del patriarca, como era natural, la tuve siempre a la mano como una fuente deslumbrante de la grandeza y las miserias del poder. La he comprado muchas veces en distintos idiomas para compartir mi estremecimiento con amigos del mundo entero, y no recuerdo a ninguno que no hubiera sucumbido ante aquel manantial de belleza. Ahora la he vuelto a leer cuando menos lo pensaba, en un vuelo apacible de cuatro horas y en un ejemplar ajeno, y sólo ahora he descubierto cuánto ha tenido que ver con mi vida esa novela magistral. Mi preocupación por los misterios del poder tuvo origen en un episodio que presencié en Caracas por la época en que leí por primera vez Los idus de marzo, y ahora no sé a ciencia cierta cuál de las dos cosas ocurrió primero. Fue a principios de 1958. El general Marcos Pérez Jiménez, que había sido dictador de Venezuela durante diez años, se había fugado para Santo Domingo al amanecer. Sus ayudantes habían tenido que izarlo hasta el avión con una cuerda, pues nadie tuvo tiempo de colocar una escalera, y en las prisas de la huida olvidó su maletín de mano, en el cual llevaba su dinero de bolsillo: trece millones de dólares en efectivo. Pocas horas después, todos los periodistas extranjeros acreditados en Caracas esperábamos la constitución del nuevo Gobierno en uno de los salones suntuosos del palacio de Miraflores. De pronto, un oficial del Ejército en uniforme de campaña, cubriéndose la retirada con una ametralladora lista para disparar, abandonó la oficina de los conciliábulos y atravesó el salón suntuoso caminando hacia atrás. En la puerta del palacio encañonó un taxi, que le llevó al aeropuerto, y se fugó del país. Lo único que quedó de él fueron las huellas de barro fresco de sus botas en las alfombras perfectas del salón principal. Yo padecí una especie de deslumbramiento: de un modo confuso, como si una cápsula prohibida se hubiera reventado dentro de mi alma, comprendí que en aquel episodio estaba toda la esencia del poder. Unos quince años después, a partir de ese episodio y sin dejar de evocarlo, o sin dejar de evocarlo de un modo constante, escribí El otoño del patriarca. Mi primer texto para aprender a descifrar el misterio fue Los idus de marzo. Como lo saben quiénes la han leído, la novela es la reconstrucción literaria de los últimos años de la República Romana y de la propia vida de su dictador, Julio César.

A fin de cuentas, Los idus de marzo es sólo una hipótesis sobre la personalidad de César. Pero es una hipótesis que tal vez supere la realidad. “Todos comprendemos muy bien al cocinero de César que se quitó la vida cuando se le incendió el fogón”, cuenta un Cornelio Nepote invitado por Thornton Wilder. Dice que había invitados importantes cuando ocurrió el percance, y el mayordomo, asustado, obligó al cocinero a que se lo contara a César. Pero éste no se inmutó cuando lo supo, sino que le pidió de muy buen modo al cocinero que le llevara dátiles y ensalada para sustituir la cena perdida. Entonces el cocinero salió al jardín y se degolló con el cuchillo de las verduras.

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