Trabajar en el cementerio Juan de la Luz Enríquez en Orizaba no solo enfrenta a sus trabajadores con el dolor y la muerte, sino con experiencias misteriosas que parecen desafiar toda explicación. Alfredo Aguirre, sepulturero de este campo santo, comparte cómo estos sucesos se han vuelto parte de su vida y de sus recuerdos más extraños.
Desde niño, Alfredo conoció de cerca el ambiente del cementerio, acompañando a su padre, quien también trabajaba ahí. Su primer encuentro con lo inexplicable ocurrió cuando se divertía con los juguetes de una tumba infantil. De pronto, escuchó una voz que le ordenó detenerse: “Salí corriendo del susto”, recuerda.
En su juventud, una experiencia aún más aterradora lo sorprendió mientras trabajaba en la sección infantil con un compañero. Ambos escucharon risas y, al girarse, vieron figuras de niños jugando. «Salimos huyendo», cuenta Alfredo, aunque su compañero quedó tan impactado que decidió no volver jamás al cementerio.
Estas experiencias no son aisladas. Otro trabajador, con más de 20 años en el cementerio, narra que una madrugada, mientras limpiaba floreros, escuchó el saludo de una niña. Convencido de que estaba solo, sintió cómo el miedo se apoderaba de él, al punto de causarle náuseas y obligarlo a abandonar el lugar.
Los empleados coinciden: el cementerio tiene una energía peculiar. Voces misteriosas, risas infantiles y figuras que parecen desvanecerse en el aire son parte de la atmósfera diaria en el cementerio Juan de la Luz Enríquez. Estas historias, transmitidas entre sepultureros, son el eco de un mundo que parece coexistir, aunque de forma inexplicable, con la realidad.
Gabriela Domínguez