David Fernández
Nadie que haya abierto un libro de historia puede negar que existe una lucha de clases. Por milenios cada bando del conflicto ha sido nombrado de distinta manera: nómadas cazadores contra agrícolas sedentarios; plebeyos contra patricios; conservadores contra liberales; obreros contra capitalistas; feministas contra el patriarcado. Póngale la ideología que quiera, pero al final todo se reduce a la lucha de los que tienen, contra los que quieren tener. Y generalmente los segundos siempre son la clase media.
Los de arriba, digámosle la “elite”, pues están a todo dar, concentrado la mayor parte de la riqueza, siempre satisfechos de sí mismos y, por alguna razón, tan seguros de su superioridad, que de algún modo creen que su estatus se lo deben a una genialidad innata y tan insuperable que es casi imposible que las cosas puedan cambiar. Ese “casi” es lo que único que los mantiene alerta.
Los de abajo, digámosle los “oprimidos”, están muy ocupados en sobrevivir como para pensar en cambiar algo, pero al tener la oportunidad no dudarían en cortarle el cuello a los de arriba. ¿No me cree? Acuérdese de Miguel Hidalgo y las masacres de Guadalajara y la Alhóndiga de Granaditas o de Espartaco en el imperio romano. En fin, hay una larga lista de ejemplos.
La clase media, sin embargo, está suficientemente cerca de los de arriba como para aspirar a ser como ellos. Los observa, en algunos casos convive con ellos, incluso los emula si tiene la oportunidad. Por otro lado, comparte las preocupaciones de los más desfavorecidos, aunque quizá de una manera menos acuciosa. Lo que los hace peligrosos -creo-, es que han visto lo que pueden tener.
Mientras los pobres llegamos cansados a tomar una cerveza y ver Netflix, los ricos van al spa, leen libros de superación personal y siguen cualquier movimiento extravagante que esté de moda: veganismo, espiritismo, yoga etcétera.
En cambio, la clase media se compromete, busca una comunidad que se involucre con su entorno y sus semejantes; pujan por una sociedad más igualitaria (donde ellos sean más iguales a la clase alta por supuesto). Los clasemedieros estudian filosofía, historia, ingeniería, medicina, retorica, música, economía, finanzas; y de todas esas letras que se meten en la cabeza nacen las ideologías con las que justifican las masacres.
Por ejemplo: un día alguien se despertó y dijo “tengo el dinero, tengo la fuerza, el producto y el mercado”. Sólo le faltaba “libertad”. Convenció a otros de la necesidad de cortarle la cabeza al rey y hoy celebramos la libertad individual que nos dio la Revolución Francesa. Al final, la ideología es el saborizante que le ponemos al raspado.
¿Por qué le comparto todo eso? Pues porque no creo que nadie se levante un día y diga “yo quiero ser sicario”. Más bien, creo que cada día hay más mexicanos que se despiertan pensando “ahí está el mercado, ahí están las armas”, nomás falta la ideología.